Soy una silla de ruedas. Vengo de Medinaceli, provincia de Soria. Lo pone en mi respaldo. Serví varios años en la unidad de emergencias del hospital de mi ciudad. Tengo medallas al mérito por mi excelente trabajo. Luzco una Etiqueta con Código de Barras por cada inventario pasado al servicio de la Unidad. Puedo estar orgullosa de mí misma.
Sin embargo, los últimos tiempos en Medinaceli fueron duros para mí. Al fin y al cabo la edad no perdona. Tengo incontinencia en el freno izquierdo, un desgarro de respaldo y ya comienzo a notar el asiento flácido. Las nuevas colegas motorizadas nos sustituían gradualmente, por lo que me sugirieron la jubilación. No sabía cómo enfrentarme a aquélla situación tan incómoda. Mi vida iba a cambiar para siempre y me sentí inútil y desesperada.
Comencé a buscar opciones. Podría trabajar en alguna unidad menos importante, pedir el traslado al almacén, retirarme a algún desguace… Las opciones eran infinitas, pero yo tenía claro que todavía quería desarrollar mi carrera profesional. Fue entonces cuando, por una serie de coincidencias, vi un anuncio. «Alvina necesita una silla de ruedas». Una niña que, por causa de una meningitis, había perdido toda su capacidad de deambulación. Seguía así, «Preguntar en la Fundación Khanimambo, Mozambique.»
¡Me encontraba con la oferta de trabajo de mis sueños y resulta que estaba en el otro lado del mundo! Lo primero que hice fue informarme por todas las fuentes posibles sobre aquélla fundación. Estaba en un mar de dudas, no sabía si desplazarme a Mozambique, tan lejos de mi Medinaceli, podía ser una buena opción…
Cuando, de repente, vi la frase que me empujó a decidirme: “Déjate ayudar”. Toda mi vida había ayudado a los demás, corriendo por los pasillos del hospital para salvar sus vidas, sosteniendo personas cuando ellas no eran capaces de hacerlo por sí mismas. Y aunque al principio me resultó extraño el concepto, comprendí que en ese momento de vulnerabilidad debía, simplemente, dejarme ayudar. Aceptar lo que otros podían hacer por mí y entregarme por completo, tal como soy, a quienes quisieran aceptarme. Así comenzó mi viaje.
Fui recibida en Xai-Xai con un calor y una intensidad que me causaron, por lo menos, perplejidad. Me calibraron el freno izquierdo; con varios cojines solucionaron los achaques causados por el asiento flácido. Y me presentaron a aquélla niña que me había ofrecido trabajar para ella. Alvina. La encontré sentada en el suelo. Con las cejas arqueadas, los hombros encongidos, los ojos grandes, la cabeza girando para mirarme, asustada. Y comenzamos a trabajar en equipo desde el primer día. Alvina, la fisioterapeuta y yo.
Ahora, todos los días cumplimos el plan. A las tres nos gusta mucho trabajar y nos organizamos bien. Es cierto que, a veces, nos cansamos y desistimos. Mis ruedas se enganchan, Alvina se sienta y se niega a moverse y la fisioterapeuta nos obliga a hacer mucho ejercicio extra. Pero siempre conseguimos superar nuestros momentos de flaqueza porque sentimos que lo que hacemos vale la pena.
Estamos en una misión ambigua. No sabemos exactamente hasta dónde podremos llegar. Queremos mejorar la calidad de vida de Alvina, eso está claro. Queremos conseguir que mejore al máximo sus capacidades físicas. Pero nos encontramos con unas limitaciones enormes y no sabemos hasta dónde podremos llegar.
¿Podrá caminar algún día?¿Podrá empuñar un cubierto para llevarse la comida a la boca? Nos enzarzamos en una lucha diaria, aprovechando todo el potencial que encontramos dentro de nosotras, para conseguir pequeños gestos que para otra persona serían tan sencillos que ni siquiera se fijaría en ellos. Apoyar los pies en el suelo, estirar las rodillas, sentarse…
Alvina ha hecho un progreso espléndido logrando esos gestos que otra gente consigue todos los días, a todas horas, sin siquiera plantearse que puede suponer un esfuerzo. Se ha superado a sí misma y ha conseguido aquello que sí puede considerarse el objetivo final de todo propósito humano: una sonrisa.
Una simple sonrisa que refleja toda la ilusión que pone en su esfuerzo diario, el cariño que nos profesamos, el orgullo y la alegría por conseguir aquéllo que se proponía. La aceptación y la conciencia de que ella puede ser digna y amada tal como es. Porque es magnífica, en su discapacidad física, en su imposibilidad para hablar, en su difícil situación social, en todos sus aspectos. Como somos todos nosotros. Y como a veces nos cuesta creer que somos.
Por eso, con esta oportunidad que se ha presentado en mi vida, he aprendido a aceptar la ayuda que me ha dado esta niña. Soy el Carro de Alvina y me siento orgullosa de ello. Trabajaré con ella hasta que mis ruedas no den para más. Estaré ahí para ver cómo Alvina consigue estabilizar su postura sentada, ponerse en pie, primero con ayuda, luego sin ella. Después quizá dé sus propios pasos. Lo importante será que siga esbozando siempre esa sonrisa. Por que esto se cumpla… Mientras tanto, ¡a rodar!
Esta entrada está escrita por Jara Robles. Jara es fisioterapeuta y está haciendo voluntariado en la Fundación Khanimambo. Su meta es conseguir que algunos ahijados con movilidad reducida tengan una mejor calidad de vida.