Me fijo en la sombra que el sol ha dibujado esta tarde de otoño mozambiqueño sobre la arena de una de las casas que visito hoy. Es una chica joven, delgada, de una delicadeza extrema y un andar lento. Su mirada, vacía, está abatida.
El sol dibuja los rasgos más generales, los detalles nos los deja a nosotros, y Arcenia me apuñala al mirarme a los ojos. Veo en ella el sufrimiento de una madre que no llega a los 30 años y ha tenido que enterrar a dos hijos. Veo en ella el vacío de no tener nada más en la vida que una rutina muy sencilla en el mato, sin trabajo ni sueños. Veo en ella el miedo al hablarme del marido que le maltrata, y cómo tiembla al enseñarme su cartilla de planeamiento familiar, que esconde del marido para que no sepa que está tomando medidas para no quedarse embarazada de nuevo. Veo su fragilidad, y bajo la mirada porque sólo quiero llorar, y no estoy ahí con ella para eso.
El día no empieza para esta mujer, porque la noche no acaba. Las noches a oscuras en una casita de paja esperando a que llegue un marido que no la respeta.
Tiene 30 años y dos hijos muertos. El primero murió dentro de ella, en un parto casero. Sin casi esfuerzo, vio salir el cuerpecito de su bebé muerto. Cuando me lo cuenta, me llevo las manos a la boca para no gritar. Ella lleva el ritmo de la conversación y necesito dejarla hablar con lo que le ha costado empezar. Fue el 19 de noviembre, me repite sin parar, este año hará 5 años que perdió a un hijo que no llegó a conocer. “Noté que no se movía y fui al hospital, allí me dijeron que estaba todo bien y que me volviera a casa. Perdí líquido mientras estaba en la machamba y cuando llegué a casa, el bebé simplemente salió. Era mi primer hijo y no sabía qué hacer en el parto. Estaba sola, y cuando salió lo envolví y me lo coloqué en el pecho, por si podía darle así vida. Estaba muerto, y llevaba muerto varios días. Fue el 19 de noviembre…”
Quiero abrazarla y me gustaría que cada uno de vosotros también lo hiciera, que esta inconsolable mujer dejara de serlo al sentir nuestro calor arropándola. Me acerco a ella despacio y me mira con miedo. La abrazo dentro de mí, suave para no romperla pero sin soltarla. Necesito que sienta que no está sola. Pienso en mi madre, en cómo me arropan sus abrazos, e intento transmitirle lo mismo. Cuando me quiero dar cuenta, sus lágrimas caen sobre mi pecho, se ha roto el hielo, y por fin Arcenia saca todo el dolor que le está consumiendo.
Necesita correr, dejar atrás un mundo que le ha maltratado más que su marido con constantes palizas. Necesita recuperar a su último hijo, que murió en sus brazos en enero, de algo que no sabemos qué es, pero que se lo llevó con menos de un año de vida. Necesita correr, lejos del dolor y recuperar o ganar una confianza en sí misma que ahora no tiene, para empezar de nuevo.
Nos soltamos, y la echo de menos cerca de mí. Pienso en mi hija, y en lo muchísimo que la quiero y se me desgarra el alma al imaginarme el dolor de esta madre. Hubo una voluntaria que una vez me dijo que cuando fuese madre, podría comprobar que a los niños de Khanimambo no les quería como a mi propio hijo. Eso me dolió mucho en su momento, ahora sé con toda la certeza que muchos de los niños de Khanimambo son como mis hijos, lo único que la maternidad me ha enseñado que no imaginé es el sentimiento de unión con estas madres que se ha multiplicado. Las entiendo mucho mejor, y estoy más cerca de ellas.
Al recomponerme después de esta intensa conversación, cojo el teléfono y llamo a una vecina que busca a alguien para que trabaje en su casa. Le digo que tengo la persona perfecta, con muchísima experiencia, presencia y voluntad. La mirada atónica de Arcenia me da risa, y al colgar le tranquilizo, “no te preocupes, aunque no hayas trabajado en una casa en tu vida, eso ella nunca lo sabrá. Te enseñaré todo lo que tienes que saber para hacerlo realmente bien”.
Me sonríe por primera vez, nos volvemos a abrazar. Le explico cómo llegar a mi casa y quedamos en vernos al día siguiente. Unos días juntas sirven para que esta mujer empiece a tener ilusión, ganas, fuerza. Aprende con tesón y es rápida, algo valiosísimo aquí en África. No quiere fallar y parece que memoriza cada uno de los consejos que le doy. Su expresión ya no será la misma nunca más. Lo primero porque tiene ganas de vivir, y lo segundo porque siente que ya no está sola.
Estas madres nos necesitan muchísimo. Su poca cultura, y las gravísimas dificultades que les ha dado la vida, las hacen ser demasiado vulnerables. Y merecen sentirse satisfechas de su vida, merecen tener más oportunidades para sentirse realizadas.
Ha sido una buena estudiante, ha conseguido el trabajo. Su nueva oportunidad para volver a estar viva.